LA MURALLA VERDE (1969). Notable creación del peruano Armando Robles Godoy.

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Una de las cimas del extraordinario cineasta peruano Armando Robles Godoy, y por extensión una de las cumbres del cine peruano, una de las cúspides de nuestro cine que, pese a las ya no pocas décadas transcurridas desde que viera la luz, sigue firme en su posición entre lo más selecto de nuestra producción. Completa con esta cinta el buen Robles Godoy su particular díptico sobre películas cuyo escenario es nuestra Selva, graficando a su vez sus propios pareceres y sentires vivenciados durante su estadía en esas tierras, cuando la realidad de entonces, la creciente descentralización a través de la política de colonos lo llevó a vivir una temporada en el valle del Huallaga. Basándose en esta oportunidad en un relato de Omar Aramayo, el cineasta sudamericano nos presenta la historia de una joven pareja limeña, citadina, que por motivos no del todo esclarecidos, cambia su existencia en la capital para irse a vivir a la Selva, con el nacimiento del primogénito a la vuelta de la esquina, pero ese cambio, además de nuevas emociones, traerá consigo amargas circunstancias. El ya bien definido estilo de nuestro emblemático director continúa acentuándose en este su segundo largometraje, un trabajo más vitalizado que nunca con su propia vida, muy autobiográfico el filme, que como no podía ser de otra forma, consiguió cosechar importantes reconocimientos, pero también le granjearía la antipatía de no pocos sectores de la crítica de nuestro propio país. En definitiva, un trabajo quizás no del todo valorado, pero más que digno de atención.

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En el comienzo de la cinta, vemos a Mario (Julio Alemán), con su mujer Delba (Sandra Riva), en cama, lamentándose de la lluvia, que arruina su actividad, quema de cierta maleza. Con ellos vive en la Selva su hijo Rómulo (Raúl Martin), ellos reciben un telegrama con buenas noticias, se les ha otorgado una chacra. En otra instancia del relato, vemos a Mario enfrentando problemas por su tierra, debe salir de ese lugar, lo vemos en otro momento de su vida, en Lima, decidiendo cambiar de rumbo su existencia, dejar la ciudad e irse a vivir a la exótica Selva, conforme manda el Presidente, quien va a visitar Tingo María. Sigue recordando Mario la manera cómo batallaba sin cesar por obtener un terreno propio en la jungla, mientras recuerda asimismo cómo obtuvo un becerro, a quien llamó Mendelsohn, pero tuvo que deshacerse de la mascota al agraviar el animal sus cafetos. Muchas son las trabas en la ciudad que se le ponen a Mario cuando tramita la propiedad de su chacra, Delba está embarazada, presente y pasado se unen en el relato. Pese a las trabas, se van asentando en Tingo María, reciben la visita del Presidente, que genera mucha expectativa en la localidad. Mientras  las autoridades realizan ciertos experimentos con palmera para la economía, de pronto, Rómulo es mordido por una fatal serpiente, el niño fenece, causando terrible dolor a la pareja, que se queda en la jungla que le arrebató a su niño.

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Así culmina una cinta que comienza con fuego, con esa cruda imagen inicial, primeros planos de las llamas consumiendo el seco follaje y algunos troncos y ramas, que ya nos va diagramando un poco el tema y el origen del drama. Las fuertes figuras están ya presentes en el cine del maestro, el rudimentario molino de latas, corriendo vigorosamente con el flujo del agua, símbolo de la infancia y del hijo perdido, también se muestra desde el comienzo, mientras asimismo aúna a ese inicial collage, imágenes cotidianas y campestres, una escoba barriendo con su respectivo recogedor, etc; nos va quedando claro tanto el escenario de la cinta, como el tema de la misma, que a la larga comprenderemos, pues las figuras, inicialmente sin sentido, cobrarán toda su vitalidad al finalizar el filme. Ese trabajo de primeros planos no demora en asaltarnos, nos brinda mayor cercanía, de los rostros, de los amantes en la cama, de los objetos representados, de las circunstancias en general, si bien una por momentos ligera exageración de esos planos sea la originaria de algunas de las críticas que a la cinta le han atizado, pero de eso se hablará más adelante. Así, nuevamente nos deleitarán sus figuras, sus alegorías, y sus elipsis, su lenguaje cinematográfico ya se había comenzado a cimentar en En la selva no hay estrellas (1966), y muchos de esos elementos se encuentran aquí potenciados, en una cinta bastante más ambiciosa que la anterior. Ahora algunas de sus imágenes alcanzan una potencia inigualable, una emoción que desborda: ese molino, el mismo molino que vemos al comienzo, y que no entendemos en el primer visionado del filme, se convierte en poderosísima herramienta expresiva al final, cuando sabemos lo que simboliza, lo que representa, el juguete del hijo perdido, el juguete que el desmoronado padre hace pedazos. Los mencionados collages o desfiles de imágenes representativas nos muestran una imagen integral de lo que sucede, tanto de la jungla como de la ciudad -algún interesante travelling y otros planos veremos de Lima, del Ministerio de Agricultura, de la pavimentada ciudad- que termina siendo casi un personaje más. Esos frenéticos entramados visuales sirven asimismo como motores expresivos, presentando algunas de sus alegorías, la comitiva presidencial analogándose a una serpiente, la shushupe, causante de la muerte de Rómulo, tan mordaz como obvia su alegoría, pero no por eso menos efectiva, potente ni válida; luego el cineasta reforzaría esa imagen en una declaración de la temática del filme. Alejado ya un poco de la temblorosa herencia de la nouvelle vague francesa y su trémula cámara en mano que apreciáramos en el filme líneas arriba citado, ahora continuaremos apreciando la soltura en el dominio y ejecución de los travellings mencionados en nuestro coterráneo realizador, un recurso técnico que vemos pues siempre empleó, y de buena forma.

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Robles Godoy mucho nos ha hablado de cómo esta cinta es una de las más autobiográficas que ha hecho, sino la más, y realiza un buen trabajo el peruano cineasta en ese sentido, dotando a su cinta de un halo de tibia inocencia, de tibia infancia, de símil modo a como viéramos el tratamiento a las secuencias de infancia en la inmediatamente anterior En la selva no hay estrellas. De ese modo, el mundo infantil está poderosamente presente, en la figura de Rómulo y todo lo a él vinculado, la nostalgia y la dosis de autobiografía de Armando probablemente fluye a través de él, con la madre sacando de quicio al comienzo con cada intromisión sobre el mínimo detalle del comportamiento de su hijo. Toda la primera parte del filme se encuentra pues impregnada de esa suave melancolía, de inocencia asimismo, todo potenciado por esa serena música, que acompaña tanto a los personajes, a sus acciones, como a las figuras de algunas imágenes pequeñas, suertes de pequeños tótems, también insectos batallando, y una multitud de detalles más, propios del natural entorno donde todo sucede. Otra figura poderosa, potente alegoría viene a ser el título, la muralla verde, el muro, el límite que circunscribe y que limita todo, la muralla contra la que una y otra vez chocará Mario, contra la que todos sus sueños y ambiciones terminan, contra la que choca también el becerro, el joven toro que se auto elimina, se liquida a sí mismo, muere estrellándose contra esa muralla, tan dolorosa como eficiente analogía de lo sucedido a su humano poseedor. Pero la analogía es tan fuerte que no termina ahí: el buen y manso becerro llega a casa coincidiendo con el nacimiento de Rómulo, Mario afirma que niño y becerro crecerán juntos, y no se equivoca, dos comienzos y dos crecimientos tienen lugar al mismo tiempo; pero al morir Mendelsohn, algo más ha muerto, y el infante tristemente seguirá el camino de la difunta mascota, todos víctimas de la muralla, de la muralla verde, pues verde es la jungla, verde es el paraíso donde creyó Mario encontrar un cambio positivo a su vida, sólo encontrando dolor. Considero pertinente ahondar ahora en lo poco antes comentado, en la forma cómo esta cinta, con sus muchos aciertos y virtudes, pero por supuesto con sus normales falencias, termina por inexplicablemente encender tan ácidas críticas, y no por parte de iletrados, sino de gente, sobre el papel, entendida del tema. El primero de ellos viene a ser el señor Ricardo Bedoya, casi unánimemente señalado como el más renombrado crítico de cine de nuestro país, en cuyo libro sobre cine peruano -el único existente hasta la fecha, las verdades sean concedidas- deja mal parada a la cinta. Pero aún más llamativo, e incluso rozando lo indignante, viene a ser el testimonio del profesor Desiderio Blanco -de quien brevemente hablé en mi reseña anterior-, en un artículo publicado en una revista contemporánea al estreno del filme, en el cual inexplicablemente atiza contra Robles Godoy, contra sus primeros planos, y contra lo que él considera una narrativa, un lenguaje cinematográfico grosero, ineficaz, casi narcisista. En efecto llamativo que alguien de la talla de Blanco se autolapide de esa forma, pues expresarse de Robles Godoy como lo hizo ese reconocido catedrático, es autolapidario.

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Pero volvamos a lo importante, a Armando y su obra, su trabajo visual, pues por cierto su capacidad estética creadora sigue en punto alto, obteniendo hermosas imágenes de la Selva, entre otras cosas, y veremos al protagonista en la inmensidad y soledad del lago, mientras la música cumple bien su labor ambientando e insuflando sensibilidad al bello momento. En otro aspecto de su técnica, nuevamente trabaja con una estructura narrativa nada convencional, fundiendo pasado y presente una vez más, como en su trabajo inmediato anterior, ambas líneas temporales se trenzan con una línea divisoria casi irreconocible, lo cual hará que más de un apreciador se sienta por demás proclive a la confusión. Pero para el conocedor de la obra del sudamericano este elemento narrativo, sus saltos temporales, es bastante usual en su cine, viendo de ese modo al hombre que camina a paso apresurado por la jungla, para a continuación, y concatenándose los planos, mostrarnos al hombre caminando en la ciudad, vestido de terno, e iniciando su infructuosa batalla contra la burocracia, batalla condenada al fracaso final. A ese respecto, el propio Robles Godoy nos habla de cómo en su anterior cinta, "En la selva no hay estrellas (1967)", iniciadora del binomio de trabajos sobre nuestra Selva, el tema era la amargura de la soledad en la jungla, mientras en la presente película, el tema viene a ser la desesperada lucha contra esa grasosa y despreciable burocracia. Y el mordaz director con su aguda visión grafica su enérgica acusación con expresivas figuras, elocuentes imágenes, las herramientas de todo buen cineasta, mostrándonos a las figuras de las autoridades gubernamentales como aisladas, accesibles sólo tras largas y lúgubres caminatas a través de umbrosos pasillos, ilustrando sus figuras asimismo con ascensos a través de también lóbregas escaleras de caracol, y su interminable espiral, de la que no hay escape, de la que no hay salida; y la cámara realiza aún más largos desplazamientos al mostrarnos a Mario interactuando con los funcionarios, nos los muestra lejanos, aislados. Lo dijo el propio realizador, en esta cinta veremos una batalla destinada a perderse, y a perderse por la lejana estupidez de las autoridades centralistas. Otro detalle que curiosamente hermana a las cintas que conforman este díptico, es que símilmente a como sucedió en En la selva…, veremos a un sujeto internándose en nuestra selva, y otra vez, sus motivos no nos son del todo esclarecidos, y sí, nuevamente, el único corolario a ese viaje de indefinidos motivos será la ruina, la muerte; en ambos casos, la selva es el escenario de las desgracias por los protagonistas sufridas. De igual forma, también como su cinta hermana, La Muralla Verde nos confronta con temas de la realidad que le tocó vivir a su creador, la coyuntura de la reforma agraria, de los colonos y los extremistas, de una generalizada desazón que se grafica en lo que dice Mario, asqueado de la situación, de la burocracia: en este país, todo lo hacen mal, hasta lo bueno. Termina Armando su cinta con una gran secuencia final, con un buen montaje de sus, como siempre, sólidas imágenes, que nos expresan el final dolor y perdición del padre. El trabajo actoral es correcto en una cinta hecha pedazos por algunos insensatos, pero reivindicada, como toda obra maestra, por los individuos correctos, no en vano es llamada por alguno como la mejor película peruana que se ha hecho; si bien discutible la última aseveración, lo que no se discute es que es una de las mejores obras del cineasta más brillante que el Perú ha producido, y con mucho orgullo.

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Director: Armando Robles Godoy.

Intérpretes: Julio Alemán, Sandra Riva, Raúl Martin, Lorena Duval, Enrique Victoria, Jorge Montoro, Juan Bautista Font.

La muralla verde:


Reseña escrita por Edgar Mauricio


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